Capítulo sexto
ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES
199. El diálogo del camino sinodal llevaron a plantear la necesidad de desarrollar nuevos caminos pastorales, que procuraré recoger ahora de manera general. Serán las distintas comunidades quienes deberán elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos locales. Sin pretender presentar aquí una pastoral de la familia, quiero detenerme sólo a recoger algunos de los grandes desafíos pastorales.
Anunciar el Evangelio de la familia hoy
200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas, por la gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la pastoral familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los cónyuges y de las familias, iglesias domésticas»[225]. Por ello, remarcaron que «se trata de hacer experimentar que el Evangelio de la familia es alegría que “llena el corazón y la vida entera”, porque en Cristo somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium, 1). A la luz de la parábola del sembrador (cf. Mt 13,3-9), nuestra tarea es cooperar en la siembra: lo demás es obra de Dios. Tampoco hay que olvidar que la Iglesia que predica sobre la familia es signo de contradicción»[226], pero los matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le cruce por delante. La Iglesia quiere llegar a las familias con humilde comprensión, y su deseo «es acompañar a cada una y a todas las familias para que puedan descubrir la mejor manera de superar las dificultades que se encuentran en su camino»[227]. No basta incorporar una genérica preocupación por la familia en los grandes proyectos pastorales. Para que las familias puedan ser cada vez más sujetos activos de la pastoral familiar, se requiere «un esfuerzo evangelizador y catequístico dirigido a la familia»[228], que la oriente en este sentido.
201. «Esto exige a toda la Iglesia una conversión misionera: es necesario no quedarse en un anuncio meramente teórico y desvinculado de los problemas reales de las personas»[229]. La pastoral familiar «debe hacer experimentar que el Evangelio de la familia responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad. No se trata solamente de presentar una normativa, sino de proponer valores, respondiendo a la necesidad que se constata hoy, incluso en los países más secularizados, de tales valores»[230]. También «se ha subrayado la necesidad de una evangelización que denuncie con franqueza los condicionamientos culturales, sociales, políticos y económicos, como el espacio excesivo concedido a la lógica de mercado, que impiden una auténtica vida familiar, determinando discriminaciones, pobreza, exclusiones y violencia. Para ello, hay que entablar un diálogo y una cooperación con las estructuras sociales, así como alentar y sostener a los laicos que se comprometen, como cristianos, en el ámbito cultural y sociopolítico»[231].
202. «La principal contribución a la pastoral familiar la ofrece la parroquia, que es una familia de familias, donde se armonizan los aportes de las pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones eclesiales»[232]. Junto con una pastoral específicamente orientada a las familias, se nos plantea la necesidad de «una formación más adecuada de los presbíteros, los diáconos, los religiosos y las religiosas, los catequistas y otros agentes pastorales»[233]. En las respuestas a las consultas enviadas a todo el mundo, se ha destacado que a los ministros ordenados les suele faltar formación adecuada para tratar los complejos problemas actuales de las familias. En este sentido, también puede ser útil la experiencia de la larga tradición oriental de los sacerdotes casados.
203. Los seminaristas deberían acceder a una formación interdisciplinaria más amplia sobre noviazgo y matrimonio, y no sólo en cuanto a la doctrina. Además, la formación no siempre les permite desplegar su mundo psicoafectivo. Algunos llevan sobre sus vidas la experiencia de su propia familia herida, con ausencia de padres y con inestabilidad emocional. Habrá que garantizar durante la formación una maduración para que los futuros ministros posean el equilibrio psíquico que su tarea les exige. Los vínculos familiares son fundamentales para fortalecer la sana autoestima de los seminaristas. Por ello es importante que las familias acompañen todo el proceso del seminario y del sacerdocio, ya que ayudan a fortalecerlo de un modo realista. En ese sentido, es saludable la combinación de algún tiempo de vida en el seminario con otro de vida en parroquias, que permita tomar mayor contacto con la realidad concreta de las familias. En efecto, a lo largo de su vida pastoral el sacerdote se encuentra sobre todo con familias. «La presencia de los laicos y de las familias, en particular la presencia femenina, en la formación sacerdotal, favorece el aprecio por la variedad y complementariedad de las diversas vocaciones en la Iglesia»[234].
204. Las respuestas a las consultas también expresan con insistencia la necesidad de la formación de agentes laicos de pastoral familiar con ayuda de psicopedagogos, médicos de familia, médicos comunitarios, asistentes sociales, abogados de minoridad y familia, con apertura a recibir los aportes de la psicología, la sociología, la sexología, e incluso el counseling. Los profesionales, en especial quienes tienen experiencia de acompañamiento, ayudan a encarnar las propuestas pastorales en las situaciones reales y en las inquietudes concretas de las familias. «Los caminos y cursos de formación destinados específicamente a los agentes de pastoral podrán hacerles idóneos para inserir el mismo camino de preparación al matrimonio en la dinámica más amplia de la vida eclesial»[235]. Una buena capacitación pastoral es importante «sobre todo a la vista de las situaciones particulares de emergencia derivadas de los casos de violencia doméstica y el abuso sexual»[236]. Todo esto de ninguna manera disminuye, sino que complementa, el valor fundamental de la dirección espiritual, de los inestimables recursos espirituales de la Iglesia y de la Reconciliación sacramental.
Guiar a los prometidos en el camino de preparación al matrimonio
205. Los Padres sinodales han dicho de diversas maneras que necesitamos ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y la riqueza del matrimonio[237]. Deben poder percibir el atractivo de una unión plena que eleva y perfecciona la dimensión social de la existencia, otorga a la sexualidad su mayor sentido, a la vez que promueve el bien de los hijos y les ofrece el mejor contexto para su maduración y educación.
206. «La compleja realidad social y los desafíos que la familia está llamada a afrontar hoy requieren un compromiso mayor de toda la comunidad cristiana en la preparación de los prometidos al matrimonio. Es preciso recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal. Respecto a esta necesidad, los Padres sinodales eran concordes en subrayar la exigencia de una mayor implicación de toda la comunidad, privilegiando el testimonio de las familias, además de un arraigo de la preparación al matrimonio en el camino de iniciación cristiana, haciendo hincapié en el nexo del matrimonio con el bautismo y los otros sacramentos. Del mismo modo, se puso de relieve la necesidad de programas específicos para la preparación próxima al matrimonio que sean una auténtica experiencia de participación en la vida eclesial y profundicen en los diversos aspectos de la vida familiar»[238].
207. Invito a las comunidades cristianas a reconocer que acompañar el camino de amor de los novios es un bien para ellas mismas. Como bien dijeron los Obispos de Italia, los que se casan son para su comunidad cristiana «un precioso recurso, porque, empeñándose con sinceridad para crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a renovar el tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de amistad que ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la amistad y en la fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman parte»[239]. Hay diversas maneras legítimas de organizar la preparación próxima al matrimonio, y cada Iglesia local discernirá lo que sea mejor, procurando una formación adecuada que al mismo tiempo no aleje a los jóvenes del sacramento. No se trata de darles todo el Catecismo ni de saturarlos con demasiados temas. Porque aquí también vale que «no el mucho saber harta y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las cosas interiormente»[240]. Interesa más la calidad que la cantidad, y hay que dar prioridad —junto con un renovado anuncio del kerygma— a aquellos contenidos que, comunicados de manera atractiva y cordial, les ayuden a comprometerse en un camino de toda la vida «con gran ánimo y liberalidad»[241]. Se trata de una suerte de «iniciación» al sacramento del matrimonio que les aporte los elementos necesarios para poder recibirlo con las mejores disposiciones y comenzar con cierta solidez la vida familiar.
208. Conviene encontrar además las maneras, a través de las familias misioneras, de las propias familias de los novios y de diversos recursos pastorales, de ofrecer una preparación remota que haga madurar el amor que se tienen, con un acompañamiento cercano y testimonial. Suelen ser muy útiles los grupos de novios y las ofertas de charlas opcionales sobre una variedad de temas que interesan realmente a los jóvenes. No obstante, son indispensables algunos momentos personalizados, porque el principal objetivo es ayudar a cada uno para que aprenda a amar a esta persona concreta con la que pretende compartir toda la vida. Aprender a amar a alguien no es algo que se improvisa ni puede ser el objetivo de un breve curso previo a la celebración del matrimonio. En realidad, cada persona se prepara para el matrimonio desde su nacimiento. Todo lo que su familia le aportó debería permitirle aprender de la propia historia y capacitarle para un compromiso pleno y definitivo. Probablemente quienes llegan mejor preparados al casamiento son quienes han aprendido de sus propios padres lo que es un matrimonio cristiano, donde ambos se han elegido sin condiciones, y siguen renovando esa decisión. En ese sentido, todas las acciones pastorales tendientes a ayudar a los matrimonios a crecer en el amor y a vivir el Evangelio en la familia, son una ayuda inestimable para que sus hijos se preparen para su futura vida matrimonial. Tampoco hay que olvidar los valiosos recursos de la pastoral popular. Para dar un sencillo ejemplo, recuerdo el día de san Valentín, que en algunos países es mejor aprovechado por los comerciantes que por la creatividad de los pastores.
209. La preparación de los que ya formalizaron un noviazgo, cuando la comunidad parroquial logra acompañarlos con un buen tiempo de anticipación, también debe darles la posibilidad de reconocer incompatibilidades o riesgos. De este modo se puede llegar a advertir que no es razonable apostar por esa relación, para no exponerse a un fracaso previsible que tendrá consecuencias muy dolorosas. El problema es que el deslumbramiento inicial lleva a tratar de ocultar o de relativizar muchas cosas, se evita discrepar, y así sólo se patean las dificultades para adelante. Los novios deberían ser estimulados y ayudados para que puedan hablar de lo que cada uno espera de un eventual matrimonio, de su modo de entender lo que es el amor y el compromiso, de lo que se desea del otro, del tipo de vida en común que se quisiera proyectar. Estas conversaciones pueden ayudar a ver que en realidad los puntos de contacto son escasos, y que la mera atracción mutua no será suficiente para sostener la unión. Nada es más volátil, precario e imprevisible que el deseo, y nunca hay que alentar una decisión de contraer matrimonio si no se han ahondado otras motivaciones que otorguen a ese compromiso posibilidades reales de estabilidad.
210. En todo caso, si se reconocen con claridad los puntos débiles del otro, es necesario que haya una confianza realista en la posibilidad de ayudarle a desarrollar lo mejor de su persona para contrarrestar el peso de sus fragilidades, con un firme interés en promoverlo como ser humano. Esto implica aceptar con sólida voluntad la posibilidad de afrontar algunas renuncias, momentos difíciles y situaciones conflictivas, y la decisión firme de prepararse para ello. Se deben detectar las señales de peligro que podría tener la relación, para encontrar antes del casamiento recursos que permitan afrontarlas con éxito. Lamentablemente, muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han hecho experiencias juntos, pero no han enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de aprender quién es en realidad el otro.
211. Tanto la preparación próxima como el acompañamiento más prolongado, deben asegurar que los novios no vean el casamiento como el final del camino, sino que asuman el matrimonio como una vocación que los lanza hacia adelante, con la firme y realista decisión de atravesar juntos todas las pruebas y momentos difíciles. La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los novios, debe ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o familias disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando surjan dificultades. Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la Reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada, y de la misma relación, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora.
212. La preparación próxima al matrimonio tiende a concentrarse en las invitaciones, la vestimenta, la fiesta y los innumerables detalles que consumen tanto el presupuesto como las energías y la alegría. Los novios llegan agobiados y agotados al casamiento, en lugar de dedicar las mejores fuerzas a prepararse como pareja para el gran paso que van a dar juntos. Esta mentalidad se refleja también en algunas uniones de hecho que nunca llegan al casamiento porque piensan en festejos demasiado costosos, en lugar de dar prioridad al amor mutuo y a su formalización ante los demás. Queridos novios: «Tened la valentía de ser diferentes, no os dejéis devorar por la sociedad del consumo y de la apariencia. Lo que importa es el amor que os une, fortalecido y santificado por la gracia. Vosotros sois capaces de optar por un festejo austero y sencillo, para colocar el amor por encima de todo». Los agentes de pastoral y la comunidad entera pueden ayudar a que esta prioridad se convierta en lo normal y no en la excepción.
213. En la preparación más inmediata es importante iluminar a los novios para vivir con mucha hondura la celebración litúrgica, ayudándoles a percibir y vivir el sentido de cada gesto. Recordemos que un compromiso tan grande como el que expresa el consentimiento matrimonial, y la unión de los cuerpos que consuma el matrimonio, cuando se trata de dos bautizados, sólo pueden interpretarse como signos del amor del Hijo de Dios hecho carne y unido con su Iglesia en alianza de amor. En los bautizados, las palabras y los gestos se convierten en un lenguaje elocuente de la fe. El cuerpo, con los significados que Dios ha querido infundirle al crearlo «se convierte en el lenguaje de los ministros del sacramento, conscientes de que en el pacto conyugal se manifiesta y se realiza el misterio»[242].
214. A veces, los novios no perciben el peso teológico y espiritual del consentimiento, que ilumina el significado de todos los gestos posteriores. Hace falta destacar que esas palabras no pueden ser reducidas al presente; implican una totalidad que incluye el futuro: «hasta que la muerte los separe». El sentido del consentimiento muestra que «libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales. Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la inflación de promesas incumplidas […] El honor de la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio»[243].
215. Los obispos de Kenia advirtieron que, «demasiado centrados en el día de la boda, los futuros esposos se olvidan de que están preparándose para un compromiso que dura toda la vida»[244]. Hay que ayudar a advertir que el sacramento no es sólo un momento que luego pasa a formar parte del pasado y de los recuerdos, porque ejerce su influencia sobre toda la vida matrimonial, de manera permanente[245]. El significado procreativo de la sexualidad, el lenguaje del cuerpo, y los gestos de amor vividos en la historia de un matrimonio, se convierten en una «ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico» y «la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia»[246].
216. También se puede meditar con las lecturas bíblicas y enriquecer la comprensión de los anillos que se intercambian, o de otros signos que formen parte del rito. Pero no sería bueno que se llegue al casamiento sin haber orado juntos, el uno por el otro, pidiendo ayuda a Dios para ser fieles y generosos, preguntándole juntos a Dios qué es lo que él espera de ellos, e incluso consagrando su amor ante una imagen de María. Quienes los acompañen en la preparación del matrimonio deberían orientarlos para que sepan vivir esos momentos de oración que pueden hacerles mucho bien. «La liturgia nupcial es un evento único, que se vive en el contexto familiar y social de una fiesta. Jesús inició sus milagros en el banquete de bodas de Caná: el vino bueno del milagro del Señor, que anima el nacimiento de una nueva familia, es el vino nuevo de la Alianza de Cristo con los hombres y mujeres de todos los tiempos […] Generalmente, el celebrante tiene la oportunidad de dirigirse a una asamblea compuesta de personas que participan poco en la vida eclesial o que pertenecen a otra confesión cristiana o comunidad religiosa. Por lo tanto, se trata de una ocasión imperdible para anunciar el Evangelio de Cristo»[247].
Acompañar en los primeros años de la vida matrimonial
217. Tenemos que reconocer como un gran valor que se comprenda que el matrimonio es una cuestión de amor, que sólo pueden casarse los que se eligen libremente y se aman. No obstante, cuando el amor se convierte en una mera atracción o en una afectividad difusa, esto hace que los cónyuges sufran una extraordinaria fragilidad cuando la afectividad entra en crisis o cuando la atracción física decae. Dado que estas confusiones son frecuentes, se vuelve imprescindible acompañar en los primeros años de la vida matrimonial para enriquecer y profundizar la decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse hasta el fin. Muchas veces, el tiempo de noviazgo no es suficiente, la decisión de casarse se precipita por diversas razones y, como si no bastara, la maduración de los jóvenes se ha retrasado. Entonces, los recién casados tienen que completar ese proceso que debería haberse realizado durante el noviazgo.
218. Por otra parte, quiero insistir en que un desafío de la pastoral matrimonial es ayudar a descubrir que el matrimonio no puede entenderse como algo acabado. La unión es real, es irrevocable, y ha sido confirmada y consagrada por el sacramento del matrimonio. Pero al unirse, los esposos se convierten en protagonistas, dueños de su historia y creadores de un proyecto que hay que llevar adelante juntos. La mirada se dirige al futuro que hay que construir día a día con la gracia de Dios y, por eso mismo, al cónyuge no se le exige que sea perfecto. Hay que dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado a crecer, en proceso. Cuando la mirada hacia el cónyuge es constantemente crítica, eso indica que no se ha asumido el matrimonio también como un proyecto de construir juntos, con paciencia, comprensión, tolerancia y generosidad. Esto lleva a que el amor sea sustituido poco a poco por una mirada inquisidora e implacable, por el control de los méritos y derechos de cada uno, por los reclamos, la competencia y la autodefensa. Así se vuelven incapaces de hacerse cargo el uno del otro para la maduración de los dos y para el crecimiento de la unión. A los nuevos matrimonios hay que mostrarles esto con claridad realista desde el inicio, de manera que tomen conciencia de que «están comenzando». El sí que se dieron es el inicio de un itinerario, con un objetivo capaz de superar lo que planteen las circunstancias y los obstáculos que se interpongan. La bendición recibida es una gracia y un impulso para ese camino siempre abierto. Suele ayudar el que se sienten a dialogar para elaborar su proyecto concreto en sus objetivos, sus instrumentos, sus detalles.
219. Recuerdo un refrán que decía que el agua estancada se corrompe, se echa a perder. Es lo que pasa cuando esa vida del amor en los primeros años del matrimonio se estanca, deja de estar en movimiento, deja de tener esa inquietud que la empuja hacia delante. La danza hacia adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos asombrados hacia la esperanza, no debe detenerse. En el noviazgo y en los primeros años del matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la que hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de las coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en marcha toda inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La misma esperanza nos invita a vivir a pleno el presente, poniendo el corazón en la vida familiar, porque la mejor forma de preparar y consolidar el futuro es vivir bien el presente.
220. El camino implica pasar por distintas etapas que convocan a donarse con generosidad: del impacto inicial, caracterizado por una atracción marcadamente sensible, se pasa a la necesidad del otro percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de la pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por encima de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un bien para la sociedad. La maduración del amor implica también aprender a «negociar». No es una actitud interesada o un juego de tipo comercial, sino en definitiva un ejercicio del amor mutuo, porque esta negociación es un entrelazado de recíprocas ofrendas y renuncias para el bien de la familia. En cada nueva etapa de la vida matrimonial hay que sentarse a volver a negociar los acuerdos, de manera que no haya ganadores y perdedores sino que los dos ganen. En el hogar las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos comparten la responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada síntesis matrimonial es diferente.
221. Una de las causas que llevan a rupturas matrimoniales es tener expectativas demasiado altas sobre la vida conyugal. Cuando se descubre la realidad, más limitada y desafiante que lo que se había soñado, la solución no es pensar rápida e irresponsablemente en la separación, sino asumir el matrimonio como un camino de maduración, donde cada uno de los cónyuges es un instrumento de Dios para hacer crecer al otro. Es posible el cambio, el crecimiento, el desarrollo de las potencialidades buenas que cada uno lleva en sí. Cada matrimonio es una «historia de salvación», y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias al don de Dios y a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a una realidad cada vez más sólida y preciosa. Quizás la misión más grande de un hombre y una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o más mujer. Hacer crecer es ayudar al otro a moldearse en su propia identidad. Por eso el amor es artesanal. Cuando uno lee el pasaje de la Biblia sobre la creación del hombre y de la mujer, ve que Dios primero plasma al hombre (cf. Gn 2,7), después se da cuenta de que falta algo esencial y plasma a la mujer, y entonces escucha la sorpresa del varón: «¡Ah, ahora sí, esta sí!». Y luego, uno parece escuchar ese hermoso diálogo donde el varón y la mujer se van descubriendo. Porque aun en los momentos difíciles el otro vuelve a sorprender y se abren nuevas puertas para el reencuentro, como si fuera la primera vez; y en cada nueva etapa se vuelven a “plasmarse” el uno al otro. El amor hace que uno espere al otro y ejercite esa paciencia propia del artesano que se heredó de Dios.
222. El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. «De acuerdo con el carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida […] La elección responsable de la paternidad presupone la formación de la conciencia que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella” (Gaudium et spes,16). En la medida en que los esposos traten de escuchar más en su conciencia a Dios y sus mandamientos (cf. Rm 2,15), y se hagan acompañar espiritualmente, tanto más su decisión será íntimamente libre de un arbitrio subjetivo y del acomodamiento a los modos de comportarse en su ambiente»[248]. Sigue en pie lo dicho con claridad en el Concilio Vaticano II: «Cumplirán su tarea […] de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un recto juicio, atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien de los hijos, ya nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término, son los mismos esposos los que deben formarse este juicio ante Dios»[249]. Por otra parte, «se ha de promover el uso de los métodos basados en los “ritmos naturales de fecundidad” (Humanae vitae, 11). También se debe hacer ver que “estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica” (Catecismo de la Iglesia Católica,2370), insistiendo siempre en que los hijos son un maravilloso don de Dios, una alegría para los padres y para la Iglesia. A través de ellos el Señor renueva el mundo»[250].
223. Los Padres sinodales han indicado que «los primeros años de matrimonio son un período vital y delicado durante el cual los cónyuges crecen en la conciencia de los desafíos y del significado del matrimonio. De aquí la exigencia de un acompañamiento pastoral que continúe después de la celebración del sacramento (cf. Familiaris consortio, 3ª parte). Resulta de gran importancia en esta pastoral la presencia de esposos con experiencia. La parroquia se considera el lugar donde los cónyuges expertos pueden ofrecer su disponibilidad a ayudar a los más jóvenes, con el eventual apoyo de asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas comunidades. Hay que alentar a los esposos a una actitud fundamental de acogida del gran don de los hijos. Es preciso resaltar la importancia de la espiritualidad familiar, de la oración y de la participación en la Eucaristía dominical, y alentar a los cónyuges a reunirse regularmente para que crezca la vida espiritual y la solidaridad en las exigencias concretas de la vida. Liturgias, prácticas de devoción y Eucaristías celebradas para las familias, sobre todo en el aniversario del matrimonio, se citaron como ocasiones vitales para favorecer la evangelización mediante la familia»[251].
224. Este camino es una cuestión de tiempo. El amor necesita tiempo disponible y gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar. Hace falta tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse, para fortalecer la relación. A veces, el problema es el ritmo frenético de la sociedad, o los tiempos que imponen los compromisos laborales. Otras veces, el problema es que el tiempo que se pasa juntos no tiene calidad. Sólo compartimos un espacio físico pero sin prestarnos atención el uno al otro. Los agentes pastorales y los grupos matrimoniales deberían ayudar a los matrimonios jóvenes o frágiles a aprender a encontrarse en esos momentos, a detenerse el uno frente al otro, e incluso a compartir momentos de silencio que los obliguen a experimentar la presencia del cónyuge.
225. Los matrimonios que tienen una buena experiencia de aprendizaje en este sentido pueden aportar los recursos prácticos que les han sido de utilidad: la programación de los momentos para estar juntos gratuitamente, los tiempos de recreación con los hijos, las diversas maneras de celebrar cosas importantes, los espacios de espiritualidad compartida. Pero también pueden enseñar recursos que ayudan a llenar de contenido y de sentido esos momentos, para aprender a comunicarse mejor. Esto es de suma importancia cuando se ha apagado la novedad del noviazgo. Porque, cuando no se sabe qué hacer con el tiempo compartido, uno u otro de los cónyuges terminará refugiándose en la tecnología, inventará otros compromisos, buscará otros brazos, o escapará de una intimidad incómoda.
226. A los matrimonios jóvenes también hay que estimularlos a crear una rutina propia, que brinda una sana sensación de estabilidad y de seguridad, y que se construye con una serie de rituales cotidianos compartidos. Es bueno darse siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando llega, tener alguna salida juntos, compartir tareas domésticas. Pero al mismo tiempo es bueno cortar la rutina con la fiesta, no perder la capacidad de celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las experiencias lindas. Necesitan sorprenderse juntos por los dones de Dios y alimentar juntos el entusiasmo por vivir. Cuando se sabe celebrar, esta capacidad renueva la energía del amor, lo libera de la monotonía, y llena de color y de esperanza la rutina diaria.
227. Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que reza unida permanece unida». A su vez, cuando visitemos los hogares, deberíamos convocar a todos los miembros de la familia a un momento para orar unos por otros y para poner la familia en las manos del Señor. Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los cónyuges a tener momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene sus cruces secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso? Los Padres sinodales también remarcaron que «la Palabra de Dios es fuente de vida y espiritualidad para la familia. Toda la pastoral familiar deberá dejarse modelar interiormente y formar a los miembros de la iglesia doméstica mediante la lectura orante y eclesial de la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios no sólo es una buena nueva para la vida privada de las personas, sino también un criterio de juicio y una luz para el discernimiento de los diversos desafíos que deben afrontar los cónyuges y las familias»[252].
228. Es posible que uno de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no quiera vivir los compromisos de la fe. En ese caso, el deseo del otro de vivir y crecer como cristiano hace que la indiferencia de ese cónyuge sea vivida con dolor. No obstante, es posible encontrar algunos valores comunes que se puedan compartir y cultivar con entusiasmo. De todos modos, amar al cónyuge incrédulo, darle felicidad, aliviar sus sufrimientos y compartir la vida con él es un verdadero camino de santificación. Por otra parte, el amor es un don de Dios, y allí donde se derrama hace sentir su fuerza transformadora, de maneras a veces misteriosas, hasta el punto de que «el marido no creyente queda santificado por la mujer, y la mujer no creyente queda santifica por el marido creyente» (1 Co 7,14).
229. Las parroquias, los movimientos, las escuelas y otras instituciones de la Iglesia pueden desplegar diversas mediaciones para cuidar y reavivar a las familias. Por ejemplo, a través de recursos como: reuniones de matrimonios vecinos o amigos, retiros breves para matrimonios, charlas de especialistas sobre problemáticas muy concretas de la vida familiar, centros de asesoramiento matrimonial, agentes misioneros orientados a conversar con los matrimonios sobre sus dificultades y anhelos, consultorías sobre diferentes situaciones familiares (adicciones, infidelidad, violencia familiar), espacios de espiritualidad, talleres de formación para padres con hijos problemáticos, asambleas familiares. La secretaría parroquial debería contar con la posibilidad de acoger con cordialidad y de atender las urgencias familiares, o de derivar fácilmente hacia quienes puedan ayudarles. También hay un apoyo pastoral que se da en los grupos de matrimonios, tanto de servicio o de misión, de oración, de formación, o de apoyo mutuo. Estos grupos brindan la ocasión de dar, de vivir la apertura de la familia a los demás, de compartir la fe, pero al mismo tiempo son un medio para fortalecer al matrimonio y hacerlo crecer.
230. Es verdad que muchos matrimonios desaparecen de la comunidad cristiana después del casamiento, pero muchas veces desperdiciamos algunas ocasiones en que vuelven a hacerse presentes, donde podríamos reproponerles de manera atractiva el ideal del matrimonio cristiano y acercarlos a espacios de acompañamiento: me refiero, por ejemplo, al bautismo de un hijo, a la primera comunión, o cuando participan de un funeral o del casamiento de un pariente o amigo. Casi todos los matrimonios reaparecen en esas ocasiones, que podrían ser mejor aprovechadas. Otro camino de acercamiento es la bendición de los hogares o la visita de una imagen de la Virgen, que dan la ocasión para desarrollar un diálogo pastoral acerca de la situación de la familia. También puede ser útil asignar a matrimonios más crecidos la tarea de acompañar a matrimonios más recientes de su propio vecindario, para visitarlos, acompañarlos en sus comienzos y proponerles un camino de crecimiento. Con el ritmo de vida actual, la mayoría de los matrimonios no estarán dispuestos a reuniones frecuentes, y no podemos reducirnos a una pastoral de pequeñas élites. Hoy, la pastoral familiar debe ser fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía, en lugar de reducirse a ser una fábrica de cursos a los que pocos asisten.
Iluminar crisis, angustias y dificultades
231. Vaya una palabra a los que en el amor ya han añejado el vino nuevo del noviazgo. Cuando el vino se añeja con esta experiencia del camino, allí aparece, florece en toda su plenitud, la fidelidad de los pequeños momentos de la vida. Es la fidelidad de la espera y de la paciencia. Esa fidelidad llena de sacrificios y de gozos va como floreciendo en la edad en que todo se pone añejo y los ojos se ponen brillantes al contemplar los hijos de sus hijos. Así era desde el principio, pero eso ya se hizo consciente, asentado, madurado en la sorpresa cotidiana del redescubrimiento día tras día, año tras año. Como enseñaba san Juan de la Cruz, «los viejos amadores son los ya ejercitados y probados». Ellos «ya no tienen aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos hervorosos por fuera, sino que gustan la suavidad del vino de amor ya bien cocido en su sustancia […] asentado allá dentro en el alma»[253]. Esto supone haber sido capaces de superar juntos las crisis y los tiempos de angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las dificultades.
232. La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar. Los matrimonios experimentados y formados deben estar dispuestos a acompañar a otros en este descubrimiento, de manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar decisiones apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído del corazón.
233. La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis, ponerse a la defensiva por sentir que escapa al propio control, porque muestra la insuficiencia de la propia manera de vivir, y eso incomoda. Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos, relativizar su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda la solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van deteriorando y se va consolidando un aislamiento que daña la intimidad. En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño».
234. Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque a veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten, se arrinconan en el silencio mezquino y tramposo. En estos momentos es necesario crear espacios para comunicarse de corazón a corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros. Hay que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las respuestas a las consultas realizadas remarcan que en situaciones difíciles o críticas la mayoría no acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano, realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de dolor y de angustia.
235. Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; o la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.
236. A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores. Algunas familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria. Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida familiar»[254]. «El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de ayuda externa y profesional»[255].
237. Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.
238. En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en familia y apuestan por fortalecer el vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo. Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que hace posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado, madurado, iluminado. A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles. De todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación matrimonial se ha roto parece particularmente urgente»[256].
239. Es comprensible que en las familias haya muchas crisis cuando alguno de sus miembros no ha madurado su manera de relacionarse, porque no ha sanado heridas de alguna etapa de su vida. La propia infancia o la propia adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis personales que terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran personas que han madurado normalmente, las crisis serían menos frecuentes o menos dolorosas. Pero el hecho es que a veces las personas necesitan realizar a los cuarenta años una maduración atrasada que debería haberse logrado al final de la adolescencia. A veces se ama con un amor egocéntrico propio del niño, fijado en una etapa donde la realidad se distorsiona y se vive el capricho de que todo gire en torno al propio yo. Es un amor insaciable, que grita o llora cuando no tiene lo que desea. Otras veces se ama con un amor fijado en una etapa adolescente, marcado por la confrontación, la crítica ácida, el hábito de culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de la fantasía, donde los demás deben llenar los propios vacíos o seguir los propios caprichos.
240. Muchos terminan su niñez sin haber sentido jamás que son amados incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de confiar y de entregarse. Una relación mal vivida con los propios padres y hermanos, que nunca ha sido sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces hay que hacer un proceso de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la relación entre los cónyuges no funciona bien, antes de tomar decisiones importantes conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese camino de curación de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de sanar, pedir con insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse, aceptar ayuda, buscar motivaciones positivas y volver a intentarlo una y otra vez. Cada uno tiene que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir el amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa es del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el otro. También hay que preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o sanar para favorecer la superación del conflicto.
Acompañar después de rupturas y divorcios
241. En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien de los hijos exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a una gran injusticia, a la violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que «hay casos donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la indiferencia»[257]. Pero «debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil»[258].
242. Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que establecer en las diócesis»[259]. Al mismo tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es grave»[260]. Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar la existencia. Una persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.
243. A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial[261]. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad»[262].
244. Por otra parte, un gran número de Padres «subrayó la necesidad de hacer más accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad»[263]. La lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente. Mis dos recientes documentos sobre esta materia[264] han llevado a una simplificación de los procedimientos para una eventual declaración de nulidad matrimonial. A través de ellos también he querido «hacer evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado»[265]. Por ello, «la aplicación de estos documentos es una gran responsabilidad para los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la justicia. Esto implica la preparación de un número suficiente de personal, integrado por clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial. Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las personas separadas o de las parejas en crisis un servicio de información, consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger a las personas en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial (cf. Mitis Iudex Dominus Iesus, art. 2-3)»[266].
245. Los Padres sinodales también han destacado «las consecuencias de la separación o del divorcio sobre los hijos, en cualquier caso víctimas inocentes de la situación»[267]. Por encima de todas las consideraciones que quieran hacerse, ellos son la primera preocupación, que no debe ser opacada por cualquier otro interés u objetivo. A los padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá»[268]. Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar.
246. La Iglesia, aunque comprende las situaciones conflictivas que deben atravesar los matrimonios, no puede dejar de ser voz de los más frágiles, que son los hijos que sufren, muchas veces en silencio. Hoy, «a pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños […] ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias donde se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad conyugal?»[269]. Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños maduren para ser capaces de compromisos definitivos. Por esto, las comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función educativa. Porque, «¿cómo podremos recomendar a estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar»[270]. Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un bien también para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia que los apoye en esta experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el avance de este drama de nuestra época.
247. «Las problemáticas relacionadas con los matrimonios mixtos requieren una atención específica. Los matrimonios entre católicos y otros bautizados “presentan, aun en su particular fisonomía, numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento ecuménico”. A tal fin, “se debe buscar […] una colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda” (Familiaris consortio, 78). Acerca de la participación eucarística, se recuerda que “la decisión de permitir o no al contrayente no católico la comunión eucarística debe ser tomada de acuerdo con las normas vigentes en la materia, tanto para los cristianos de Oriente como para los otros cristianos, y teniendo en cuenta esta situación especial, es decir, que reciben el sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados. Aunque los cónyuges de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del bautismo y el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y, en todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25 marzo 1993, 159-160)»[271].
248. «Los matrimonios con disparidad de culto constituyen un lugar privilegiado de diálogo interreligioso […] Comportan algunas dificultades especiales, sea en lo relativo a la identidad cristiana de la familia, como a la educación religiosa de los hijos […] El número de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de culto, en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga tradición cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral diferenciada en función de los diversos contextos sociales y culturales. En algunos países, donde no existe la libertad de religión, el cónyuge cristiano es obligado a cambiar de religión para poder casarse, y no puede celebrar el matrimonio canónico con disparidad de culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar la necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272]. «Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este tipo de matrimonios, no sólo en el período previo a la boda. Desafíos peculiares enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los cónyuges es católico y el otro un no-creyente. En estos casos es necesario testimoniar la capacidad del Evangelio de sumergirse en estas situaciones para hacer posible la educación en la fe cristiana de los hijos»[273].
249. «Las situaciones referidas al acceso al bautismo de personas que están en una condición matrimonial compleja presentan dificultades particulares. Se trata de personas que contrajeron una unión matrimonial estable en un momento en que al menos uno de ellos aún no conocía la fe cristiana. Los obispos están llamados a ejercer, en estos casos, un discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de ellos»[274].
250. La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un amor ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción[275]. Con los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de discriminación injusta»[276], y particularmente cualquier forma de agresión y violencia. Por lo que se refiere a las familias, se trata por su parte de asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida[277].
251. En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia […] Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el “matrimonio” entre personas del mismo sexo»[278].
252. Las familias monoparentales tienen con frecuencia origen a partir de «madres o padres biológicos que nunca han querido integrarse en la vida familiar, las situaciones de violencia en las cuales uno de los progenitores se ve obligado a huir con sus hijos, la muerte o el abandono de la familia por uno de los padres, y otras situaciones. Cualquiera que sea la causa, el progenitor que vive con el niño debe encontrar apoyo y consuelo entre las familias que conforman la comunidad cristiana, así como en los órganos pastorales de las parroquias. Además, estas familias soportan a menudo otras problemáticas, como las dificultades económicas, la incertidumbre del trabajo precario, la dificultad para la manutención de los hijos, la falta de una vivienda»[279].
Cuando la muerte clava su aguijón
253. A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos[280]. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro […] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios»[281]. «La viudez es una experiencia particularmente difícil […] Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa […] A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia»[282].
255. En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente.
256. Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro»[283]. La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,2-3). San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque «nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284].
257. Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos[285]. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso» (2 M 12,44-45). Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[286]. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287]. Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto […] Más poderoso en obtener gracias»[288]. Son lazos de amor[289]. porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe […] Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales»[290].
258. Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial.